Hace ya algunos años… bastantes (hay que ver qué mayores somos), nos invitaron a dar una charla sobre nuestros cuentos. Fue precisamente en Mataelpino, un lugar precioso de la sierra de Madrid. El caso es que, justo antes de empezar, camino del aseo, ocurrió algo que nos hizo pensar. Una niña llevaba la rodilla toda raspada y llenita de sangre. ¿Sabéis la típica caída de cuando vas corriendo y tropiezas, y aterrizas sobre el asfalto? Pues tenía pinta de que era eso lo que le había sucedido a aquella niña, que tendría unos 9 o 10 años.
“Vaya. Eso debe haber dolido”, dije yo, tratando de acoger emocionalmente a aquella criatura. Me pareció un comentario acertado. No muy invasivo, sin juicio, pero con empatía.
Aquella niña, que iba a entrar al baño probablemente a lavarse la herida, contestó como un resorte. Inmediatamente. Como si un muelle hubiese liberado la respuesta. Dijo: “Pero no he llorado”.
Me dejó impactado. ¿Qué estamos asociando al llanto? ¿Acaso consideramos que llorar es de débiles? ¿De fracasados? ¿De flojos? O lo que es lo mismo… ¿Pensamos como sociedad que no llorar nos hace más fuertes? ¿Más admirables? ¿Nos hace sentir orgullo? Está claro que aquella niña había recibido ya los suficientes inputs, estímulos y prejuicios, para pensar que sí.
Me espantó la respuesta, pero no quería bajarle su autoestima. Ella se creía por un momento una superheroína por el hecho de haberse desollado la rodilla y no haber llorado. ¿Quién era yo para restarle valor a lo que ella misma había catalogado como su proeza?
Sin embargo, no quería dejar la cosa así. No quería servir de refuerzo para alimentar esa idea absurda. Cuando ya casi había desaparecido de mi vista, le dije, bien alto, para que pudiera escucharlo. “Si lloras tampoco pasa nada. Yo lloro cuando me hago daño”.
Se perdió en el interior del baño. Deprisa. Con cierta urgencia. Sobresaltada, pero a la vez contenida para no permitirse llorar. No sé qué sucedería ahí dentro. Pertenece a su privacidad. Pero quizá al verse sola, sin nadie que la juzgase, consiguiese liberar su llanto mientras se limpiaba la rodilla. O quizá no. Eso nunca lo sabremos.
Esta historia cotidiana nos hizo pensar y mucho. Recordamos muchas situaciones en las que se les dice a los niños y a las niñas “ala, ala, levanta, que no ha sido nada” o aquello de “¿pero vas a llorar como un bebé?”, o eso otro de “lo que tiene es mamitis”. Seguro que se os ocurren un montón.
Fuimos un poco más allá y pensamos añadirle un ingrediente más: el género. Y ya tenemos perlas como: “llorar es de niñas”, “los chicos no lloran”, y alguna otra que nos vemos incapaces de reproducir. Así crecen nuestros niños varones. Así se construyen como hombres.
Vivencias como la de la niña de Mataelpino, y alguna otra, fueron la inspiración para escribir nuestro cuento Armando, ¿no estarás llorando?, donde contamos la historia de Armando, un niño que llora en determinadas situaciones, y recibe constantemente presiones desde fuera para evitar que llore. Aunque el final es precioso. No haremos spoiler… pero seguro que os hace llorar.